(Texto leído en la Alameda Ricardo Palma de Miraflores ante el busto del tradicionista, en el homenaje que se le rindió el 6 de octubre de 1956.)
La Sociedad Amigos de Palma me ha honrado designándome para hablar en su nombre, en el homenaje que dedica Miraflores a la memoria de su vecino más ilustre, acaso con la convicción justa de que lo valioso reside esta vez sólo en el acto simbólico y formal, y no en las palabras más o menos convencionales e imperfectas.
Lo que Palma significa para el país, la importancia decisiva y profunda de su obra, que excede el exclusivo plano literario, para dejar una huella perdurable en el espíritu nacional, está expuesto gráficamente en el hecho mismo de este peregrinaje que emprenden cada 6 de octubre los estudiantes y las autoridades a la Alameda que recuerda el nombre del Tradicionista. El culto de la inteligencia es siempre recomendable, constructivo y ejemplar, y de mayor significación que la que se concede a los personajes heroicos, a las figuras tutelares, o a los hechos sangrientos.
El Perú tiene contraída con don Ricardo Palma una deuda excepcional de gratitud, porque el legado del autor de las Tradiciones, a quien desde niños todos los peruanos hemos aprendido a recordar como a un viejecito burlón y paternal que escribía relatos divertidos, es fundamental y sustantivo. Nuestro patrimonio espiritual le debe a Palma aportes originales e inimitables, y por obra de él nuestra literatura tiene gracia, color, malicia y picardía. Con su pluma vivaz y burlona, capaz de recrear con delicadeza y encanto el refrán más pobre, con su imaginación rápida y febril, que leyendo entre líneas avistaba anécdotas sorprendentes y sabrosos enredos en los viejos y aburridos textos coloniales, Palma elaboró una obra vasta y monumental, que ha venido a ser uno de nuestros más lícitos motivos de orgullo. Y en realidad que hay razones de justicia para sentirse ufanos: las tradiciones célebres, esos deliciosos relatos brevísimos en los que como por obra de magia cobran atracción poderosa los períodos históricos menos sugestivos, los personajes más rutinarios, las actitudes y los hechos menos trascendentes y aun las disciplinas más arbitrarias y confusas, han dado la vuelta al mundo para solaz y regocijo de los lectores más disímiles, y a la vez han sido un ágil y permanente llamado de atención sobre la cultura, la historia y la fisonomía humana del Perú.
Por obra de su dispersión a través de todas las fronteras, las tradiciones han difundido y generalizado los pormenores de ese mundo de hielo que según los historiadores estrictos es el Coloniaje peruano y que gracias a don Ricardo Palma —“un historiador irreverente” según lo afirma su mejor intérprete— se convierte en un mundo de alucinación y maravilla. Las modas, los chismes, los milagros, las anécdotas y las costumbres características de la Colonia y la República van descubriéndose sugestivamente en torno de los sucesos menudos que Palma revive con minuciosa prolijidad. Pero, sobre todo, y como síntesis de esta reconstrucción prodigiosa, en las tradiciones aparece revelada la noción esencial del carácter criollo, que ha permanecido inalterable en el tiempo, siempre superficial y vocinglero, más amigo de la crítica que de la acción, predispuesto por naturaleza a la socarronería mordaz y a la broma incisiva, y con la alegría vibrando a flor de piel. Nadie ha expresado mejor que Palma esta personalidad diferente e inconfundible del criollo, que a decir de algunos es el tipo representativo del alma nacional. Auténtico limeño y criollo él mismo, y con una disposición insólita para definir en unas cuantas frases rápidas, los rasgos distintivos de un carácter, Palma extrajo del limeño de todas las épocas los matices psicológicos más íntimos y sutiles, y los expresó literariamente, dejándolos grabados para siempre en creaciones que son admirables, además, por su pericia técnica y su estilo fácil, delicado y fluyente.
La literatura peruana no abunda por desdicha en valores que desborden el ámbito exclusivamente nacional. Con un criterio severo, apenas algunos nombres consiguen ser incluidos en las antologías de la literatura americana. Y más allá todavía, en el plano universal, en virtud de una estricta discriminación artística, sólo Ricardo Palma, con Garcilaso y Vallejo, mantienen indiscutible vigencia. La belleza formal de las tradiciones, el contenido profundamente humano que encierran, y la atracción de su prosa riquísima resisten el traslado a cualquier lengua y ejercen, como se ha dicho, la misma impresión favorable y grata en la sensibilidad más exigente.
Pero no solo por los méritos literarios de su obra, y por la repercusión alcanzada por éste, es Palma un valor nacional. Lo es también por su condición de escritor eminentemente peruano. Desde que desaparece la leyenda y comienza la historia de un pueblo, ninguna versión acerca de su espíritu será más exacta y fiel, que aquella que ha quedado grabada, con rasgos eternos, en sus obras artísticas maestras. La literatura y el arte son siempre manifestación deliberada o inconsciente de una colectividad: los sentimientos, las ideas, la sensibilidad y los mitos que tuvieron sus hombres impregnan la actividad artística, y encuentran en ella su forma de expresión más perfecta. Todos los pueblos reclaman por eso un cantor, una personalidad poderosa que haya conseguido aprisionar sus virtudes y sus aspiraciones en una narración o en un poema. La Araucana de Ercilla, el Martín Fierro de Hernández, la poesía de Neruda y la de Darío, tienen esta virtud de símbolos para diversos países de América. Y don Ricardo Palma es el escritor representativo por excelencia del Perú. En ninguna obra de imaginación se encuentra como en la suya, una visión de conjunto más próxima y hermosa de lo que es el Perú.
Como reconstructor erudito del pasado peruano, pudo Palma recaer en equívocos históricos, algunas veces tal vez voluntarios, y otras inadvertidos. En cualquier caso, ello era adjetivo a su propósito que no consistía por cierto en dar una congelada enumeración exacta de sucesos. Palma quiso dar una visión cálida, palpitante y familiar de la historia, y lo consiguió con exceso. Por otra parte, importa poco que en alguna oportunidad omitiera nombres o trastocara hechos si sus escritos tienen la virtud insuperable de cautivar y de hacer reír, si consiguen despertar el interés y la emoción sobre objetos y acontecimientos que son nuestros, y nos maravillan con una visión entre mágica y verídica de lo que fue el Perú.
No es una convención ni una simple fórmula retórica, sino una certidumbre absolutamente veraz, que la obra de Palma contiene un mensaje fundamental. Este se desprende de la actitud que adoptó el autor de las Tradiciones para con lo suyo. Antes que él, con excepciones que confirman la regla, los escritores del Perú solían elegir caminos extraviados. La mayoría se afanaba únicamente por el culto de los valores y de los moldes predominantes en Europa.
Durante años se repitieron aquí, y debemos lamentar que pocas veces con decoro, los motivos y la técnica en boga en literaturas foráneas; se cultivó también, casi piadosamente, un lenguaje y una técnica extrañas, que eran determinadas por una sensibilidad diversa de la nuestra. De este modo se elaboró toda una literatura débil y breve y se avanzó apenas hacia el objetivo de conseguir un modo de expresión artística que nos fuera auténtica. Lo que ya habían intentado con felicidad Pardo y Segura, la eliminación de lo postizo, el empleo de temas propios, directamente extraídos de nuestra realidad, fue amplia y bellamente logrado por Palma. La atención preferente a las cosas o a los hombres del ámbito nacional, del pasado o del presente, esa “vuelta de los ojos hacia el rededor” que proclamaban los realistas, fue en Palma una actitud diaria, espontánea y ferviente, que mantuvo toda su vida con verdadera devoción.
El atractivo obsesionante que ejercieron en él todas las manifestaciones del medio en que vivió, lo llevaron a ser historiador además de literato. Este culto religioso de lo peruano, que Palma ejercitó con celo y constancia memorables, hurgando en los infolios apenas descifrables de tres siglos atrás, escuchando los cuentos de aparecidos y relatos de brujas que comentaban los serenos junto a los faroles de la plaza, o deleitándose con las murmuraciones de las beatas y los modismos populares de la gente de extramuros, el paso elemental, el punto de partida básico para la formación de su estilo originalísimo y para dotar a sus escritos de una dimensión espiritual íntima, nativa, y diversa de la que había imperado hasta entonces. Destacando este aspecto de Palma, precisamente, se ha dicho por eso que la formación de la conciencia nacional tiene su estímulo más sugerente en la lectura de las Tradiciones Peruanas.
Como intérprete magistral de un modo de vida peculiar, resultado de la fusión de dos culturas; como reconstructor de la psicología y el alma de toda una época y por ser el cronista brillante, lujoso y veraz de Lima, y un valor de la literatura americana, Ricardo Palma ha ganado ya renombre y difusión. Pero aún no es suficiente: además de concederle ese tácito sentimiento de admiración y respeto, que hoy se concreta en esta ceremonia sencilla pero expresiva, es preciso que los peruanos de las nuevas generaciones reciban y aprovechen su profundo mensaje de peruanidad.
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